Dicen que las personas no cambian. Al volver a casa con el día terminado, me he dado una larga ducha templada. Ya hace calor y aguantar el tipo durante todo el día, es algo que hace que desees liberarte de los efluvios de la ciudad. Mientras me quedaba bajo el chorro de agua sin moverme, ese pensamiento ha venido a mi mente él sólo. Y me he puesto a discutir conmigo mismo. Mi cerebro tiene la mala costumbre de no darme un segundo de paz y de llegar a conclusiones basadas en los hechos acontecidos en variables espacios de tiempo.
Las personas cambian. Sólo si quieren cambiar, claro. Pero hasta el hecho de que esa voluntad sea premisa indispensable, ya da una idea de que no todo el mundo está dispuesto a hacer el esfuerzo. Por principios, por pereza, por ego… los motivos son variados.
Yo he cambiado. He cambiado y mi motivo era la supervivencia. Y no echo de menos a mi antiguo yo, tan perdido y a merced de sus semejantes. Como decía Hesse, la soledad es fría pero tranquila. Aunque todos los consejos han funcionado, sigue habiendo en mí un sentimiento de pérdida, un hueco en el pecho que me asalta en los momentos más inesperados. Y está ahí porque nunca se resolverá. Porque sabe que nunca será llenado. Es una vieja cicatriz que me acompañará siempre y que molestará un poco en los cambios de tiempo.
He tenido que volverme monje hasta cuando estoy follando. Y eso me entristece. Pero he aprendido a recuperarme. Mientras intento respirar un poco de amor sobre el cuerpo de mi pareja, siento el muro invisible que nos separará siempre. El estómago se adapta a la cantidad de comida que recibe. El corazón que se ha ensanchado, nunca tiene bastante y exige sin parar. Al final lo único que puedes hacer es no escucharlo para no ser un ser implorante. Eso no suele gustar.
Así que sí… las personas cambian. Cambian o mueren.